Una limosna para mi calaverita

A mis abuelos, por heredarme todas las costumbres tepoztecas.

Unos días antes, el mercado principal se llena de chilacayotas: pequeñas, grandes, blancas y verdes. Los niños bajan de la primaria a la plaza y escogen minuciosamente su chilacayota, sólo tienen la oportunidad de hacerlo una vez al año. Otros prefieren algo más ligero, optan por papel carrizo y unas cuantas varas. Mientras tanto, como si se tratara del inicio de la primavera, las principales avenidas se visten de amarillo y guinda, colores que anuncian la llegada de los invitados de honor.

Así transcurren algunas jornadas, los dueños de los pocos puestos de dulces del pueblo se preparan para una buena venta y poco a poco el aire adopta un olor a cempasúchil e incienso.

Finalmente, al caer el sol del día primero de noviembre, las empedradas calles se llenan de pequeñas linternas hechas de la manera más tradicional: una vela incrustada en una chilacayota decorada o en una calavera hecha de papel carrizo. Así da inicio el recorrido nocturno de los niños tepoztecos que conmemoran el tradicional Día de muertos.

Algunos años han pasado desde que la protagonista de este relato se mezclaba con toda la chamaquería del pueblo para celebrar tan esperado acontecimiento. Así como cualquier niño de la capital espera el Día de reyes, ella siempre esperaba el Día de muertos. Cada año, en la intimidad del pueblo de Tepoztlán, Morelos, salía a las calles cantando al unísiono con sus primos o vecinos: “Mi calavera tiene hambre, ¿no hay un huesito por ahí? No se lo coman todo, déjenme la mitad”. Su chilacayota decorada como si fuera “la huesuda” le ayudaba a iluminar su camino mientras recorría los oscuros callejones y barrios del pueblo. Iba de zaguán en zaguán pidiendo amablemente que le dieran “una limosna para su calaverita” y en muchas ocasiones, no bastaba pararse frente al portón y balbucear alguna rima para obtenerla, debía aventurarse a recorrer los grandes corrales, decorados con numerosas velas que antecedían a las pequeñas casas.

Callejón tras callejón escuchaba todo tipo de rimas y estrofas. Había niños que parecían apresurados por juntar las mayores limosnas y les bastaba con estirar la mano ante los portones. Muchos otros se tomaban en serio su papel y aclamaban que “taco con chile, taco con sal, su calavera quería cenar”, uno que otro hasta el Padre Nuestro rezaba. Y  nunca faltaban los que se sentían adultos todo el año salvo aquel día y aceptaban, aunque penosamente, todas las limosnas.

La noche nunca parecía alcanzar para recorrer todas las casas del pueblo. Cuando la protagonista y sus primos regresaban de tan atareado recorrido, todavía faltaba la tarea más importante: el recuento e intercambio de las limosnas obtenidas. Sentados alrededor de una mesa circular, discutían acerca de lo que le tocaba a cada uno. Había cosas sobre las cuales nadie reclamaba propiedad, como los chayotes o las mandarinas (aunque a las mamás les brillaran los ojos). En cambio, otros objetos desataban grandes controversias, todos alegaban ser dueños de los baloncitos de rompope o de los Totis. Finalmente, cada uno partía a su respectivo hogar. Al llegar a casa, la protagonista seguramente encontraría a su abuela algo atareada preparando dulce de camote para los invitados de honor que estaban por llegar.

Al día siguiente, al cantar los gallos, la familia se reunía a desayunar. Para sorpresa de todos, los invitados se habían terminado el dulce de camote. Nadie los había visto llegar o partir.

Para los niños del pueblo las tareas habían concluido la noche anterior, para los adultos apenas comenzaban. Tras sonar las campanadas de las iglesias de cada barrio, las personas se alistaban para caminar al lugar  donde las festividades del día continuarían, el panteón.

Así como en muchas otras partes del país, las tradiciones del Día de muertos en el pueblo de Tepoztlán han tocado a muchísimas generaciones. A la fecha, todos sus rituales se han mantenido casi intactos. Lo único que ha cambiado son las pequeñas caras de quienes se predisponen, un año más, a calaverear en honor a los muertos.