He de contarles una historia. Apenas eran las cuatro de la mañana, pero el estruendo y la vibración de los cohetes traídos desde Indaparapeo hicieron que Rufina abriera los ojos a la primera explosión. Se persignó y se levantó de su cama, que ya estaba vacía pues Herminio, su esposo, no llegó a dormir. Su encomienda era recibir a los integrantes de la banda de viento desde las siete de la noche del día anterior, pero un contratiempo a la altura de Chupícuaro los retrasó en demasía.

Una vez pasada la media noche, y ya con el café de olla recalentado tres veces, llegaron los músicos que urgían por comer. La nueva escuela telesecundaria Santos Degollado fue acondicionada como su guarida. “Para la banda, charanda” decía Herminio, mientras les servía en los jarrones de barro una mezcla de elixir purépecha con café Legal. Entre la comida, la bebida, un par de canciones y los nervios por ser el mayordomo de la fiesta, se le fueron las horas y decidió no regresar a descansar.

Además del frío invernal, arreció el sereno de madrugada. Con chal en cuello y un andar firme, bajó Rufina por las calles que en algún momento estuvieron tapizadas con piedra traídas del Arroyo Seco. Pasó por la casa de Evangelina, su hermana, para ir acompañada en el trayecto. El sol seguía escondido, pero la actividad en rededor del ojo de agua era digna de una tarde veraniega. El desfile era interminable: pasaron las cuatas, Vicente, Delgadina, Tomasa y sus siete hijos.

Nunca se había visto tanta gente en el pueblo. Las campanadas, que al transcurrir los minutos se hacían más frecuentes, llamaban a todos los habitantes de Tupátaro para asistir a las mañanitas en honor de la Virgen de Guadalupe. Los casi 700 metros de distancia que separan a la escuela de la parroquia fueron adornados con afinaciones de clarinete y trompeta.

“Demos gracias a Dios”, dijo el obispo para terminar la misa de las dos de la tarde. Era la primera vez que esa autoridad pisaba el pueblo y había que celebrarlo como se merecía. Corundas, mole, carnitas, capirotada y buñuelos; el manjar estaba preparado, todo listo antes del jaripeo en el corral de Roberto. El obispo era el invitado de honor, y aunque se resistió al principio, terminó aceptando un trago de tequila que le ofrecieron los anfitriones.

Antes de abrir la entrada al terreno donde se haría el evento, llegaron las cuadrillas de toros y de jinetes. “Laza bien al animal, no quieres que se vuelva a volar como el otro año”, le dijo Fernando a Amparo, mientras le daba un trago a su bote. El puesto de garbanzos, el de cervezas y la banda ya estaban en su sitio, esperando la orden para empezar el espectáculo.

Con sombrero y botas llegaban todos los niños de los yunaites acompañados de sus familias. Sus papás habían nacido en México, pero se fueron al otro lado buscando el sueño americano. Cada año iban a la fiesta de la virgen, que quedó puesta el 29 de diciembre porque ese día todos los agricultores debían terminar la cosecha de maíz y ofrecerla a la morena del Tepeyac; una fecha importante, pues una vez al año podían reunirse con toda su familia, visitar a los abuelos y convivir con su gente.

“Amén”, respondieron en coro los asistentes, después de invocar la oración del jinete y el vaquero. La tarde y los toros se prestaban para que las montas fueran de una calidad inmejorable, como nunca se había logrado divisar. Los aplausos eran armoniosos y cálidos a pesar del sol que no amainaba.

Rodó el primer jinete, el segundo y el tercero. Llegó el momento de Germán “el güerito de Apatlaco”, un larguirucho pero carismático muchacho jaripeyero que estaba ya agarrado del pretal listo para montar al Torbellino. Sonó el “coyotito” a petición del jinete. Diecisiete segundos y ya se llevaba los sombreros por aguantar los reparos que parecían interminables, pero todo el ruedo se quedó callado por un instante. El toro de 800 kilogramos le cayó encima del tórax al jinete. Inmóvil, tuvo que ser auxiliado para salir mientras cuatro lazadores intentaban contener al bovino.

Eran las seis doce de la tarde, y en el sonido local se anunciaba que Germán no había ganado la batalla. Entre llanto y aplausos, el espectáculo fue suspendido. Todos se fueron de regreso al ojo de agua, el punto de encuentro. Ahí siguió la fiesta y la convivencia, en honor a la virgen y la memoria del güerito.

Otro año sin buen jaripeo, otra familia que se queda sin jinete. Otro día que amanece, otra canción para que la banda interprete. Otro evento completamente diferente. Ya no le cantan a la vida, le cantan a la muerte.