Por Itan André Valencia

El Vuelo de Otá

Otá nació como aleteando un día en el que no cantaron los gallos, como si le guardasen respeto; por eso nadie se despertó y por eso su madre murió, pues no llegó nunca la partera. Katsiná, uno de los viejos más sabios, dice que oyó el canto de un quetzal sentado en la rama de una ceiba alta.

—Esos son raros —dijo.

Oriundo de San Pablo, en la cuenca del Tecolutla, Otá creció cercano al río. Nunca le gustó nadar ni tampoco pescar como a los niños de su edad.

A Otá lo crio su abuela, pues su padre era albañil en Poza Rica. Cuando este venía al pueblo repetía lo que decían los mayores a los niños como Otá. Le decía que fuera a la escuela y estudiara con esfuerzo para algún día poder ir a trabajar a la ciudad y poder darse una vida de lujos y comodidades.

—¡Problemas! —exclamaba Namangari, la abuela de Otá, cada que el padre repetía sus recomendaciones.

Otá nunca se sintió cómodo en un salón de clases, encerrado entre cuatro muros con ventanas como jaulas de concreto para los niños que solo quieren estar en el campo. Otá pasaba el día pensando en las historias que le contaba Namangari y anhelando convertirse algún día en un volador, irse a Papantla y vivir del campo. Quizá algún día podría ser caporal como el padre de su abuela y su padre antes que él.

Namangari le contaba a Otá todo aquello que recordaba de las historias de los viejos:

—Escucha Otá —decía—, que el vuelo de los muertos es cosa seria. Cuando ser volador era una profesión y un arte, los hombres volaban adornados con sus trajes como aves tropicales y se tocaban sones viejos que no se parecen mucho a los de ahora. Los hombres, se iban allá pasando el río, antes que existiera la carretera y cuando ahí no había ni maíz se cortaba un árbol grande y recto y se cargaba sin dejarlo tocar el suelo hasta donde se tuviera que llevar. Las mujeres, dejaban una ofrenda para el bosque a cambio el muerto árbol y los hombres no podían dormir con sus mujeres para evitar la mala suerte. “¡Pa´que llueva!” decía mi abuelo.

Otá escuchaba con atención a su abuela y se imaginaba vestido con su traje colorido, adornado con plumas de guacamaya dando vueltas al sagrado poste.

—¡Trece vueltas! —continuó Namangari—, ni más, ni menos. Trece vueltas cada uno, cincuenta y dos en total, un ciclo completo. Algunos viejos decían que el vuelo de los voladores significaba la creación del mundo, del centro hacia todas las direcciones. Mi abuelo decía que su padre le contó que trece son los cielos para llegar al dios sol. Los voladores de hoy, ya ni las dan —concluyó triste su relato del día.

A los nueve años, Otá se fue para Totomoxtle cargando solo con su colección de plumas. Ahí, los viejos voladores instruían a los jóvenes a vivir como voladores, hablar como voladores, tocar los instrumentos, tejer sus prendas, conocer los cantos y las ceremonias. Si los más jóvenes seguían el camino con corazón –como decían ellos– les enseñaban finalmente a volar.

Según cuentan, Otá siguió el camino con corazón prodigiosamente, era disciplinado y atento, realizaba sus labores con solemnidad y pulcritud. A los doce años, estaba listo.

Temprano se fueron Otá y tres jóvenes mayores para las fiestas de Papantla,acompañados por su maestro el caporal.. En el camino bebieron solamente agua y el maestro regaló a Otá una pluma de quetzal como amuleto para su iniciación.

Otá había aprendido todo sobre la cruz, los amarres, el pivote y las cuerdas, conocía las posiciones e identificaba inmediatamente cada una de las diferentes melodías que emitía la flauta del caporal. Este día sería la primera vez que Otá realizaba un vuelo desde el hua-hua hasta el aterrizaje.

Al llegar a la plaza de Papantla, Otá miró el poste predispuesto para la ceremonia.

—Está muy alto —le comentó discretamente al maestro.

— Y no es de ceiba —contestó aquel.

Al comenzar el hua-hua los voladores comenzaron su danza alrededor del poste metálico mientras la genta comenzaba a reunirse lentamente en un círculo. Las manos de Otá sudaban.

Mientras trepaba por la escalerilla, Otá pensaba en Namangari y en su padre. Me convertí en volador pensó. Mientras se preparaban para el salto la mente de Otá estaba en blanco, cerró los ojos y sintió el viento agitar los listones de su traje; su olfato se agudizó y pudo percibir el aroma de la vainilla flotando en el aire. Al comenzar el son del volador, el caporal dio la señal y comenzó el descenso.

—Son veintiún vueltas —calculó el maestro.

Otá voló con la naturalidad que los viejos llamaban arte, su traje decorado a similitud de aquel motmot que alguna vez vio en la montaña y cuya imagen nunca olvidó, le sentaba a la perfección.

Soltó sus brazos que con cada vuelta parecían más bien alas. En la quinta vuelta Otá ya estaba en un ligero trance y sintió un repentino cambio en su ser. Para la octava, la sangre centrifugaba a su cabeza y no sintió sus piernas nunca más. A la onceava vuelta Otá sintió un resplandor en sus ojos, brillante como trece soles y de tal intensidad, que nunca volvió a ver de la misma manera. En su ropaje holgado y colorido, no se vislumbraba la transformación de Otá.

En la treceava vuelta la cuerda de Otá emitió un crujido seguido de un latigazo, rompiéndose y desequilibrando el pivote, haciendo que el caporal cesara su melodía y casi cayera, perdiendo por un momento el equilibrio. La ceremonia terminó con los gritos de los espectadores que, señalando atónitos hacia el cielo, veían a Otá agitando sus alas hacia la lejanía.

Algunos dicen que voló hacia al sur y que se le ha visto en forma de quetzal sentado en la rama alta de una ceiba. Que a veces se le escucha cantar en las mañanas donde los gallos ya no despiertan a nadie.